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En esta cuarentena por placer y por estudio, me adentré en novelas de aventuras varias. Sentí el terrible hachazo sobre la cabeza de John Joel Glanton en Meridiano de Sangre. Me aburrí hasta la desesperación con los pormenores fisiológicos de la ballena que Herman Melville describe en Moby Dick. Me amotiné en la Bounty, allá en Tahití; trepé el faro del fin del mundo,etc, etc.
Todo eso en la pantalla chica pero guacha del teléfono ( en otro contexto alguna vez me dijeron -a modo de consuelo- «chiquita pero gaucha». Aunque eso, ahora, no viene al caso). Lo cierto es que leo así porque nunca se cumple el precepto de José Boris Spivacow de que un libro cueste lo mismo que un kilo de pan. Además ando sin computadora y el precio de las mismas goza de todos los beneficios inmaculados de las leyes del mercado. En síntesis: por economía y ecología me acostubré a leer en el celular.
Pero no todo está en la virtualidad. Tuve necesidad de un texto que no se encuentra en las redes ni en las librerías. Y fue gracias a la generosidad del profesor del seminario que conseguí una copia del libro. Anillada. A la vieja usanza. Con la calidad de las fotocopias aquellas del centro de Estudiantes de Humanidades de antaño. Donde antes que leer, primero había que descifrar. Todo ese romanticismo en pulpa de celulosa y plástico me desbordó. Casi se me pianta un lagrimón.
Me resultó un tanto intranquilizador pensar en que todo lo subrayado o escrito en torno a la obra en cuestión, debería ser transcripto a su vez -en caso de necesidad o de trabajo final, que es más o menos lo mismo- al formato digital. «Pero el papel es el papel» recé para mis adentros y me animé. Tampoco me acobardó que resulte algo compleja la visibilidad, no solo por la palidez de la tinta del material, sino también porque, como la ciencia todavía no inventó las hojas autoliminadas, se necesita una lámpara de lectura. Dicha lámpara puede complicar la convivencia si hay otra persona durmiendo mientras leés y te grita «¡¡Apagá esa luz, mierdaaa!!» «Pero el papel es el papel» me repetí dulcemente elogiando a aquellos nobles finlandeses que -en la costa del río Uruguay- instalaron una límpida pastera que hermanó a las dos orillas en un profundo abrazo, lamentablemente invisibilizado por el humo de las abnegadas chimeneas.
No me melló mi amor por lo impreso el hecho de que la copia del libro fuese «emprestada» y por ende debía tomar notas en otra parte. El procedimiento -viejo y repetido- parece sencillo, pero tiene sus bemoles: leés, parás, buscás el anotador, despues lo reperfilás hacia el lado del velador, lo apoyas en la mesa, en la falda o medio curvado contra el pecho (todo depende cómo y dónde estés leyendo) A continuación tanteás buscando el bolígrafo, entonces te das cuenta de que esa lapicera que te queda a mano no tiene tinta y que la otra -la que promete funcionar- juega a las escondidas bajo las sillas o un mueble lejano. Te desacomodás; la levantás, le soplas las pelusas, te enderezás y un tirón te recuerda la ciática, la humedad y los años. Cuando más o menos te reubicás repitiendo el procedimiento para la anotación y te disponés a escribir más incómodo que sensación de estornudo en la cola del cajero ¡ya se te olvidó qué carajo querías apuntar en esas notas auxiliares! Corrés a un costado el cuaderno grande con la punta del espiral alagarda y estratégicamente diseñada para engancharse en ropas y objetos varios. Mascullando alguna jaculatoria hacia vos mismo o hacia el embrollado vocabulario de Lacan, volvés al texto que estabas leyendo. Ahora, resulta ser que éste se te cerró cuando fuiste y viniste buscando la lapicera. Te ponés a rastrear en tu memoria hasta recordar en qué parte estabas. Ubicás el apunte en la página cercana por aproximación. Cuando lo abrís, viene una de las gatas y se le acuesta arriba. La sacás, te mira con desdén y vuelta a empezar.
Sos el Sísifo de la lectura… Pero es el papel te repetís. Es el Papel, volvés a insistir. Es el…
Papel y reimprentísima imprenta que imprimió.
PD: Dice la señora gata Alicia que debo dejar de llorar; que las notas auxiliares manuscritas -perfectamente- las podía haber tomado en el celular así me ahorraba parte de este palabrerío y le cedía -a ella- el cuaderno de marras como colchón para su merecido descanso.