Nada como leer en papel

 En esta cuarentena por placer y por estudio, me adentré    en novelas de aventuras varias. Sentí el terrible hachazo sobre la cabeza de John Joel Glanton en Meridiano de Sangre. Me aburrí hasta la desesperación con los pormenores fisiológicos de la ballena que Herman Melville describe  en Moby Dick. Me amotiné en la Bounty, allá en Tahití;  trepé el faro del fin del mundo,etc, etc.

  Todo eso en la pantalla chica pero guacha del teléfono ( en otro contexto alguna vez me dijeron -a modo de consuelo-  «chiquita pero gaucha». Aunque eso, ahora,  no viene al caso). Lo cierto es que  leo así porque   nunca se cumple el precepto de José Boris Spivacow de que un libro cueste lo mismo que un kilo de pan. Además ando sin  computadora y el precio de las mismas goza de todos los beneficios inmaculados de las leyes del mercado. En síntesis: por  economía y ecología me acostubré a leer en el celular.

Pero  no todo está en la virtualidad. Tuve necesidad de un texto  que no se encuentra  en las redes  ni en las  librerías. Y fue gracias a la generosidad del profesor del seminario que  conseguí una copia del libro. Anillada. A la vieja usanza. Con la  calidad de las fotocopias aquellas del centro de Estudiantes de Humanidades de antaño. Donde antes que leer, primero había que descifrar.  Todo ese romanticismo en pulpa de celulosa y plástico me desbordó. Casi se me pianta un lagrimón. 

Me  resultó un tanto intranquilizador pensar en que todo lo subrayado o escrito en torno a la obra en cuestión,  debería ser transcripto a su vez  -en caso de necesidad o de trabajo final, que es más o menos lo mismo- al formato digital. «Pero el papel es el papel» recé  para mis adentros y me animé. Tampoco me acobardó  que  resulte algo compleja  la visibilidad, no solo por la palidez de la tinta del material,  sino también  porque, como la ciencia todavía no inventó  las hojas autoliminadas,  se necesita  una lámpara de lectura. Dicha lámpara puede complicar la convivencia  si hay otra persona durmiendo mientras leés  y te grita «¡¡Apagá esa luz, mierdaaa!!»  «Pero el papel es el papel» me repetí dulcemente elogiando a aquellos nobles finlandeses que -en la costa del río Uruguay-  instalaron una límpida pastera que hermanó a las dos orillas en un profundo abrazo, lamentablemente invisibilizado por el humo de las abnegadas chimeneas.  

No me melló mi amor por lo impreso  el hecho de que  la copia del libro fuese «emprestada»  y por ende debía  tomar notas en otra parte. El procedimiento -viejo y repetido-  parece sencillo,  pero tiene sus bemoles:  leés, parás, buscás el anotador, despues lo reperfilás hacia el lado del velador, lo apoyas en  la mesa, en la falda o medio curvado contra el pecho (todo depende cómo y dónde estés leyendo) A continuación  tanteás    buscando el bolígrafo, entonces  te das cuenta de que esa lapicera que te queda a mano  no tiene tinta y que la otra -la que promete funcionar-  juega a las escondidas bajo las  sillas o un mueble lejano. Te desacomodás;  la levantás, le soplas las pelusas,  te enderezás y  un tirón te recuerda   la ciática, la humedad y los años. Cuando más o menos te reubicás  repitiendo el procedimiento para la anotación  y te disponés  a  escribir más incómodo que sensación de estornudo en la cola del cajero ¡ya  se  te olvidó qué carajo querías apuntar en esas  notas auxiliares!  Corrés a un costado el  cuaderno grande con la punta del espiral alagarda y estratégicamente diseñada para engancharse  en ropas y objetos varios. Mascullando alguna jaculatoria hacia vos mismo o hacia el embrollado vocabulario de  Lacan,  volvés al texto que estabas leyendo. Ahora,  resulta ser que éste se te cerró cuando fuiste y viniste buscando la lapicera.  Te ponés a  rastrear en tu memoria hasta recordar   en qué parte   estabas. Ubicás  el apunte en la página cercana por aproximación.  Cuando lo abrís, viene una de las gatas y se le acuesta arriba. La sacás, te mira con desdén y vuelta a empezar.

Sos el Sísifo de la lectura… Pero es el papel te repetís.  Es el Papel, volvés a insistir. Es el…

Papel y  reimprentísima imprenta que imprimió. 

PD: Dice la señora gata Alicia que debo dejar de llorar; que las notas auxiliares  manuscritas -perfectamente-  las podía haber tomado en el celular así me ahorraba parte de este palabrerío y le cedía -a ella-  el cuaderno de marras como colchón para su merecido descanso. 

Bebidas de Cuarentena

Salí a la avenida a buscar efectivo para el fin de semana. En la Alvear, a la derecha, – a unos 50 metros- el Tótem de Ingreso a Fontana convertido en un muro de Berlín sanitizante. No me dirijo hacia ese lado. Siento nostalgia pero camino en sentido contrario al retén entre Resistencia y la vecina ciudad del abrazo cordial. No quiero que me pregunten, me rocíen, me paustericen y/o me envasen al vacío.
Cual kunfú destartalado me reperfilé (como deuda externa ilegítima ) en sentido opuesto al principado de Fontana, hacia al cruce de la ruta 11. Avanzando, otros transeúntes y viajeros contemplaron mi elegancia armada de una gorrita con la estrella de la revolución. Dentro de la gorra -a su vez- una mal contenida cabellera que no encuentra peluqueria entre multitud de negocios abiertos. Barba de días camuflada tras el cubrejeta al ras de lo ojos. Un buzo bordó aquerenciado en el torso desde hace una semana. Bermudas de color indefinido y sapitos catingudos tipo crocs con múltiples salpicaduras de pinturas de varios colores.
Anduve tras un cajero -indefectiblemente- sin plata, ya sea en la cancha del Decano o en las inmediaciones de las torres del Sarmiento. Torres sin cercar con taludes de tierra -por cierto- a pesar de existir riesgos comprobados de contagios. Debe ser que, en los barrios periféricos, el bichito no sabe saltar barricadas. O que el asfalto funciona, contra el virus, como la criptonita en Súperman o la luz sobre Drácula.
Vuelvo sin realizar la extracción porque a alguno se le ocurrió que con cajeros sin dinero la gente circulararía menos. Ajá.
Pateo cascotes al ritmo del rugido constante de motos y autos.
Doblo en la avenida. En la mano de enfrente a la Rural, tras un repaso mental de las marchas y contra marchas, de los retenes y (des) controles, infiero que asi como los monjes medievales «descubrieron» y bebieron rústicas cervezas -a partir de la cebada- en una cuaresma, del mismo modo, nuestros hombres destacados deben haber descubierto y bebido -claro está- algún mágico cóctel cuarentenal. Supongo como quien supone un suponer que dicho líquido se obtendría mezclando restos de ADN de algún agente retirado de la «Stasi», la feroz policía secreta del Ministerium für Staatssicherheit, de la Alemania Oriental, los hologramas del sargento García y El Jefe Górgory respectivamente; una dosis pequeña de vodka ruso, tres gotas de vino de arroz, yerba lucero (buena para la digestión de sapos) y gaseosa de pomelo tibia. O algo similar.
Me detengo, por Alvear, en la sucursal de la ferretería más vieja de la cuidad. Desde la puerta grito hacia adentro
«¿Tenés tornillos ?»
«Obvio… ¿de qué tipo?» Me devuelven la pregunta.
«De los que se le cayeron a los armaron esto» Y señalo alrededor con la mano.
Sigo caminando. Me rió solo para salvar el mal chiste.
Al día siguiente sigo falto de efectivo. Por eso enfilo de nuevo -y a pie- hacia otro cajero. Voy por la colectora sin veredas, que me conecta con un hipermercado cercano al Centro de Convenciones. Hago el trámite. Compro multitud de pulguicidas para la multitud de gatos de la casa. Acto seguido mando un mensaje: » el domingo felicítenmenn. Soy un buen padre tanto de fémina púber como de mascotas». La respuesta fue un larguísimo «jajajajaja» con un enlace en dónde se explica que se posterga el festejo para el 12 de julio. Quedo como si me hubiesen puesto un supositorio de hielo. Miro los tachos-balizas anaranjados de la autovía inconclusa y vuelvo a pensar en la supuesta composición del brebaje iniciador de la cuarentena laaaarga. Y modifico mentalmente la fórmula: en lugar de una dosis, seguramente el potaje contiene -como mínimo- un litro y medio de vodka fermentado a 30 grados de un junio, que -como otros- no sabe en dónde está parado.
Camino de vuelta a casa. Paso a paso. Miro mi redondez abdominal bajo el buzo. Quiero aplanar la panza. Se me viene la asociación con curvas que no se aplanan, pero abandono rápido ese pensamiento. Me concentro en técnicas de erradicación del anquilosado olor a patas de los sapitos que calzo.
«¿Será que podré pasearlos limpios y libres con una copita de caña con ruda, en vez de un dispenser de alcohol en gel?» Pienso sin querer en voz alta.
«Ahh. De eso yo no sé nada». Respondió Sócrates tras un puesto de ventas de barbijos. Lo miré. Me hizo una larga reverencia y brindó en una botella descartable cortada con cuchillo serrucho. Me comentó que dejó el trago. Que solo bebe Ma*aos de uva. Asegura que le acorta la cuarentena mucho mejor que la cicuta.
No me atreví a contradecirlo. A esta altura puede ser complicado andar contradiciendo a la gente.

Sócrates en Cuarentena, bebiendo gaseosa de uva

Carta al Señor SECHEEP

Estimado Señor SECHEEP: Quería pedirle, humildemente, que deje de enzoquetarme las boletas una atrás de otra como cachetada ‘e loco o como goles de Alemania a Brasil, en el 2014. Resulta que uno le dentra al jonvanking modernoso con esperanza pa’ corroborar el saldo y acto seguido abona -religiosamente- las cuentas. Si me permite, le comento, al respecto porque no es la primera vez que pasa. Ni bien terminé de debitar la factura suya (nunca dulce. Siempre saladita) correspondiente a julio, se me ensarta de abajo hacia arriba en la pantalla -cual serpenteo de culebra ponzoñosa- la pestañita de PAG. Ar. con la boleta de AGOSTO. A-GOS-TO. Ahora, que recién arranca junio. Aguante un poco. UstÉ que es de centroizquierda, humanista y cristiano (cristiano, por sobre todo las cosas). Aguante y copielé a la liturgia católica que escalona los festejos. Primero, Pascuas; a los 40 días la Ascensión y después el lanzamiento en picada de una paloma incendiada, conocida como la festividad de Pentecostés. Sígale el ejemplo de la Santa Madre Eclessia que no se engolosina ni angurrentea todas las festicholas juntas. Haga lo mismo con la alegría del cobro de los kilovatios. De a poco. No todo junto. Yo no soy Jesús, pero los cuarenta días en el desierto se me hicieron largos. Casi, casi más de ochenta. Y entre pago y pago uno mira los enganches en el vecindario. Tan lindos. Tan vistos, tan ahí sin que nadie les moleste .. y la tentación es grande vio, porque no sólo pa’ pagar faturas uno quiere entrarle al jonvanking. Sepa disculpar el atrevimiento señor SECHEEP.
Atte.

Frente de SECHEEP. Crédito HdP noticias.

Le volví a errar en el grupo de whats app

Le volví a errar. Otra vez fui el Pipita Higuaín de los grupos de whats app.  Es que venía   eufórico.  Había metido un par de bocadillos repetidos en la clase del seminario de Literatura y Psicoanálisis. Algo sobre la construcción del otro. Lo había relacionado con literatura argentina y demases yerbas. «Tipo serio» habrán pensado los adolescentes que también  cursan, allá lejos -tras sus pantallas- , suponiendo que escucharon algo  entre el amasijo de chillidos, pérdidas de señal y distracciones varias. El tema  es que   me envalentoné: después de la sesión de Jitsi Meet ,  miré el grupo de whats app de la materia  y unos minutos más tarde  tecleé respuestas a preguntas  que nadie había formulado. Alguna consulta respecto a    las  correlatividades   me activó la verborragia de la chotez anecdotaria. Y conté sobre aquellas viejas épocas de  las cursadas feroces de la  materia correlativa anterior al seminario. En poquitas líneas detallé  cómo el profe nos fumaba, en la jeta,  en áulas cerras donde los  alumnos se amontonaban en pupitres infantiles o lograban apoyar  los culos en -apenas- media  baldosa.  

No sé si (como dice Chico Novarro «en carta de un león a otro») es  el encierro/ no sé si es la comida/  o el tiempo que ya llevo en esta vida»… pero en la breve escritura, -que no causó gracia ni respuesta porque no venía al caso- le pifié a una tilde. La puse donde no correspondía. Apenas caí en la cuenta, quise borrarla pero me paralizó el horror del error y no pude hacer nada. 

Después, en mi sufrimiento soñé esos sueños falsos que solamente sueñan  los protagonistas de  las novelas  y vi a un acento convertido en estaca de madera,  corriéndome para ensartarse en mi corazón heterográfico. Yo huí, me refugié -a la angaú- en telegram para librarme de la persecución  que me machacaba el orgullo.  Me desperté pero no lloré  a pesar de la angustia. No   vertí lágrimas, solamente  me saltaron de los ojos    emoticones amarillentos  de tristeza. Porque así  como a Borges ( si vamos a compararnos, que sea a lo grande) le dolía una mujer en todo el cuerpo, a mí me duele una tilde en todo el grupo de whats app. Y me seguirá doliendo. Porque -como afirmaba un general- «La única verdad es la realidad». Y  aunque parezca mentira, esa frase me calma un poco. Ya que – ahora- la realidad no es real. Es virtual. A esa  virtualidÁ    podríamos definirla como que es pero no es.  Un casi casi que no  llega a ser. Algo así como  las clases a distancia, los gráficos que nos explican que estamos mejorando, el aumento a los docentes o la  medición del índice de inflación. 

Parecen, pero no son. 

Crédito. Elmundo.es

Metamorfosis de Cuarentena

Me busco un moco con la minuciosidad con la que un  arqueólogo busca restos de utensilios en  una cueva  prehistórica. Dejo los  ojos perdidos    en alguna grieta de la pared. 

Al mismo tiempo que  la uña, afanosamente,  inspecciona las  cartilaginosas cavidades  divago y pienso:   «¿se puede conocer la cosa en sí? «, «¿por qué el yo del psicoanálisis siempre es un otro?» «¿Qué hubiese pasado en el 2002 si Bielsa los ponía a Crespo y al Bati juntos?»

Contra el tabique parece haber algo de interés. Necesito precisión para llegar hasta el fondo. El anular es tosco. El meñique anda   mejor. Lástima que me amputé la uña. Haré lo que se pueda. Estoy conectado a  Jitsi Meet o Zoom, pero ya aprendí a bloquear mi imagen. La exploración nasal ascendente parece haber encontado algo. Extraigo el diminuto tesoro viscoso  y  aplico el axioma del filósofo. Aquel que reza: «saco, miro, bolita y tiro». 

Vuelvo los ojos a la pared. 

En algún grupo de whats app  alguien publica algo. Hace tiempo no doy señales. Discretamente y escapando a las miradas de las dos féminas (porque el miedo no es zonzo)  refriego los restos del fruto de la nariz  en la madera de  la pata de la mesa. Tomo el teléfono. Mi consciencia  me anima:  «No seas tan sociópata. Contestá algo «. Entonces, con el pulgar -que no ha entrado en contacto con mucosa alguna- comienzo   un intento de  texto  en el grupo. Inexorablemente mal. Desubicado. A destiempo. Por ejemplo:   si hay una foto de un cumpleaños en blanco y negro, yo pregunto  por el sabor de la torta. Si otro pone una frase atribuida a Borges, lo contradigo en seco   – después de un año de absoluto mutismo- diciendo que es imposible que el autor del Aleph haya escrito esa cursilería. 

Inmediatamente  me arrepiento. Quiero borrar  el mensaje. Pero presiono la opción de eliminar «sólo para mí». Vuelvo al mutismo. Intervengo de nuevo.    Intento cambiar de tema. Busco algo que sea ameno, popular y  mando un:   «che ¿alguien sabe cuál de los ojos  perdió el Pupi Angeletti en el accidente de la vuelta de Santa Teresita del 90?» El silencio es atronador. Cierro sesiones virtuales.  Miro otra vez la pared. Le hago un visita guiada a las  primeras falanges al interior profundo de la fosas nasales.   Adentro ya no queda  nada. Me pregunto con la mente en blanco qué mierda son los  «kláster». Y de repente,  otra pregunta existencial me congela.  Me deja atónito. Bajo la mirada. Me observo  los dedos que llevan un luto de tierra en las uñas. Con agustia me interrogo. «Che: ¿vos te  lavaste las manos  cuando volviste de la verdulería hace un rato?» Termino la frase  y un dolor me punza la garganta. El aire me escasea. Las tripas me gruñen en dirección a la salida.  Un calor me quema las vísceras  a pesar del frío. Me mareo. 

Oigo sirenas. Veo gráficos y más gráficos que señalan   una luz al final del tunel. Garabateo, en una boleta de SECHEEP,   el encabezado del testamento. Lloro casualmente a la altura del importe del segundo vencimiento.  Intento calmarme. Tomo valor: me huelo las palmas  y siento el  aroma  reciente a  lavandina mezclada con jabón.  Percibo la hermosa hediondez del  alcohol en gel. El  alma me vuelve al cuerpo. Abandono la  escritura y  el teléfono con grupos y teleconferencias. Sonrío. Tampoco me hurgueteo la nariz. Ahora mis dedos índices presionan ,cuál sopapas, sendos oídos para destaparlos. Cuando muevo las  yemas siento la pelambre que me crece libertaria en  los lóbulos y los pliegues internos. En ese momento percibo  una iluminación intelectual. La voz de san Jean Lacan se me filtra entre la abigarrada cera y me dice: «Tu yo no es tu yo:  es un otro…» Ajá. Tomá pa vos.  Me palpo. Me miro. Me confirmo. Efectivamente tengo mucha cera  y pelos las orejas. La cabellera revuelta y casi petrificada.  Recuerdo que  tiendo  a hablar solo,  que uso el mismo buzo gris desde el día del trabajador y que no me arrimo a la ducha desde mediados de  marzo. Y entonces comprendo, como comprendió Saulo de Tarso en su camino a Damasco. Asumo que ya no  soy yo quien vive en mí. Algo profundo me ha cambiado. 

Con reposada dignidad asimilo  que me he convertido  -con menos años, sabiduría y grapas degustadas-  en  el alter ego   resistenciano  del Pepe Mujica. 

 Metamorfosis de  cuarentena ¡¡Qué no ni no!!

Virtualidad pandémica

Hoy debuté en las televirtualidades. Esta vez como alumno. Finalizadas -parcialmente-  las teletareas como docente, puesto en suspenso whats app y pedeefes, me adentré a una plataforma que se llama Gise, Gisel o jiu jitsu (no sé bien) . Le puse el pecho y la  jeta arrinconado en un silloncito de madera, que oportunamente me ubicaran las dos féminas de la casa. Alejado del resto de los vivientes («Acá, solito vas a estar más cómodo». Me aseguraron). Con los homóplatos pegados en esquinero contra la pared y parapetado en diagonal al wifi, pero cerca del router para acaparar el maná, (también llamado señal de Internet) afronté la batalla. El celular recostado contra una maceta/florero de mini varas de san jorge,  estratégicamente ubicado pa que la cámara me tome lo mejor posible. Cosa que -en honor a la verdad- no era muy posible. Desde el ángulo inclinado levemente hacia arriba, en la pantallita se me sobresalía la papada sobre un buzo rayado, rematando el cuadro, una cabellera canoso falta de peluquería y peinada como león en moto.  

Pero así y todo presencié mi primera clase via teleconferencia (o algo similar). 

Menguado  el fárrago de aclopes, interrupciones, juegos de luces y mutismos involuntarios, prarafrasié  al gran Víctor Hugo (Morales. Al otro, no lo leí. Confieso) y me dije «son teorías que pican cerca» cuando llegaban  como ráfagas las frases del conferenciante en el seminario de Literatura y Psicoanálisis. 

Mi compañera, que,  con mucha rapidez, le había tomado el pulso al funcionamiento de la aplicación, dejó el celular encendido y se disposo a realizar otras diligencias por la casa. 

Arrinconado entre la pared y pantallita, casi estoico,  escuché cuando el profesor con firmeza entrecortada por los capricho del eter decía «trau….mado», mientras su rostro se congelaba pixelado frente a mí. Yo, con la pesadumbre de sentirme identificado, sonreí y simulé tomar apuntes en el  espacio diminuto de cuaderno que Alicia -una de las gatas- dejaba libre mientras hacía su siesta matutina. 

Preguntas y respuestas. Ecos y disley. Incertidumbre sobre tal o cual texto. En un momento, ya sobre el mediodía, creía que la fantasía de las milanesas hechas por la vecnas eran un arquetipo digno de Jung. y el anhelo de las mismas se  me mezclaban junto a torpezas y lecturas superficiales de alumnos jóvenes sobrecargados o de veteranos (como el el que suscribe) faltos de tiempo y práctica. En un momento y entre la maraña audiovisual, el joven psicoanalista a cargo, puso,  con budista paciencia, orden en la cibersala. «hagan lo que puedan». Sentenció. 

«Igual que algunes funcionaries en la cuarentena.  «. Igual que el laburante con la inflación «. Pensé yo y continué en silencio. . Alguien golpeó las manos. Algún perro ladró. No sé muy bien si en mi casa o en alguna de los dispositivos móviles distantes. 

Por fin la clase llegó al final. Las cesiones virtuales se cerraron y muches  volvimos a la cotidianeidad. A hacer lo que se pueda.Como se pueda. Como pidió el profe. Como el neoliberalismo y las periferias exigen a diario. 

En la ciberlucha con la la cibergata Alicia

El cibersargento García y el tango Patrullaje

Una patrulla virtual, encomendada al ciber sargento García, descubrió que ,en realidad, el tango «Malevaje» atribuido a Santos Discépolo y Juan de Dios Filiberto en el año 1928, es un plagio del verdadero poema creado -en 2020- en las periferias de Resistencia por un autor de poca monta que tiene como pasatiempo escalar montañas de tierras en el pasaje Mendoza para adentrarse en el principado de Fontana a comprar -clandestinamente- ñudos de patas de vacas y cueritos de cerdos con fines de locro.
Sin posibilidades de explicarle los allegados al cibersargento que -en 1928- no su pudo haber plagiado un texto escrito en 2020 ( es decir 92 años después), el citado suboficial redactó una brevísima solicitud corrección dirigida al Registro de Emisiones de Posteos, Opiniones, Reenvíos , Oráculos, Noticias, Gráficos y Afines; conocido por su sigla: REPORONGA.
Transcribimos a continuación la solicitud

AL REPORONGA
PRESENTE.
Luego de exaustivas averiguaciones, hemos llegado a la conclusión que el tango Malevaje atribuido a los Señores Discépolo, Enrique Santos y Filiberto Juan de Dios es PLAGIO de una obra muy posterior (sic). Por lo tanto, solicito inmediata corrección del mismo.


Donde dice.
MALEVAJE

Decí, por Dios, que me has dao,
que estoy tan cambiao!…
¡No sé más quién soy!…
El malevaje extrañao
me mira sin comprender;
me ve perdiendo el cartel
de guapo que ayer
brillaba en la acción.
No ven que estoy embretao
vencido y maniao
en tu corazón
.

Te vi pasar tangueando, altanera,
con un compás tan hondo y sensual,
que no fue más que verte y perder
la fe, el coraje, el ansia’e guapear…
No me has dejado ni el pucho en la oreja
de aquel pasao malevo y feroz.
Ya no me falta pa completar
más que ir a misa e hincarme a rezar.

Ayer, de miedo a matar,
en vez de pelear,
me puse a correr…
Me vi en la sombra o finao,
pensé en no verte y temblé.
Si yo –que nunca aflojé—
de noche angustiao
me encierro a llorar…
¡Decí por Dios que me has dao
que estoy tan cambiao!…
¡No sé más quien soy!


Debe decir

PATRULLAJE
Decí por Dios que has posteao
Que has publicao
En las redes de hoy.
El cumpaje extrañao
Me mira sin comprender
Me ve perdiendo el cartel
De progre que ayer
Brillaba en la acción.
No ves que estoy embretao,
Vencido y maniao
En en esta aislación

Te vi pasar patrullando altanera
Con un big data tan hondo y sensual
Que no fue más que verte y querer
La avenida, el ingreso vallar
Ya no he dejado cruce sin rejas.
Todo vigilo. Preciso o precoz.
Solo me falta pa completar
Mandar mensajes al celular
Ayer de miedo a flaquear
En vez de escuchar
Me quise rajar
Desde la sombra
El centro he cercao.
Imaginé muchedumbre y temblé
Y yo que nunca te espié
De noche angustiao
Me encierro a indagar
Decí por Dios que has posteao
Que has publicao
En las redes de hoy.

Atte. Sargento García. Su ciberseguro servidor.

La depresión del cuchillo

Yo, que escuché con el cabo apretujado dentro de una palma el «¿Et, tu,Bruto?» («¿Tu también, Brutus?») que nunca pronunció Julio César, allá por el 44 A.C antes de caer entre 23 estocadas, pero que Willams Shakespeare pone en su boca.

Yo, que anduve  en pampas y quebradas bajo ponchos colorados o celestes.

Yo, que cabalgué enancado a las musas que visitaron al popular  Hernández. Yo, que fui el embeleso del elitista Borges. Yo que me achiqué y fui navaja suiza; que me abrasileiré y dejé que crecieran dientes en mi encía brava. 

Yo que fui venganza y pendencia. Que corté carne para parrilla y cementerios. Yo, metáfora del amor y la traición, vengo a terminar así: de soporte para un espiral. Del campo de batalla y la intriga palaciega, a la lucha contra el dengue. Y  en la desazón, veo que a mi compadre -el tenedor- le doblaron una pata para arriba. Quedó como una mano cadavérica haciendo un «fack you» hacia la nada, Te tenés que transfomar, fue lo que le dijeron.

De pena, supongo, a veces, le disimulan esa pose rídicula  ensartando un cacho de espiral sobre su brillante punta o  enorquetándole mal mal, un sahumerio. Que es más o menos lo mismo, pero inútil y con más humos. 

Saga de cuarentena III: el barbijo celeste

«Yo pensé  que iba a haber toque de quena. Pero sirena nomás, suena». Dijo un señor que esperaba afuera de la rotisera casera que una vecina del barrio improvisó. 

-¡¡Cuerpo tieeeerrraa todo el mundo!!- alcancé a escuchar a un conocido pastor parapetado sobre una camioneta de la fuerza que pasaba por mi  callecita de tierra.

– ¡¡Aleluiaaaménn!! Aleluiaaamén!¡- cantaban a coro los oficiales que lo acompañaban.

-¿Pero para qué hay que tirarse cuerpo tierra?- Pregunté ya con la frente apoyada en la tierra, haciendo gala de notoria prudencia y sin levantar mucho la voz. 

– ¡Para que el bicho no nos vea y nos bombardee!- Me contestó una doña de ñata contra piso a 7 centímetros de mi cara- Ahhh. Veo que tenés barbijo celeste. Muy alegro mijo. Me alegro. Te voy a regalar una Virgen de Fátima que proteje contra comunistas aborteros. 

Se irguió levemente, extrajo de entre sus senos una estampita, la besó largamente  y me la metió dentro del tapabocas.

-Muy bien. Muy bien por por protegerse. Muy bien por el color celeste. Pero nada de estampas ni de imágenes. Eso atenta con la voluntad de Señor – Me dijo un oficial o el pastor. Desde el suelo no alcancé a distinguir- Acá le dejo una foto de de la hermanita en Cristo Amalia Granatta- agregó.

Una gota espesa -como de saliva- cayó junto con una foto de la diputada santafesina y se  deslizó adentro de mi ojo derecho. 

-¡¡¡Papa fritass!! – gritaron desde adentro de la casa devenida en rotisería 

– Lo llaman señor – dijo la doña que me había incrustado la estampita y  que seguía -como corresponde- cuerpo tierra, igual que yo, pero ahora a 5 centímetros de mi oreja.  

Efectivamente. Las papas eran para mí. Me incorporé.  Desde la camioneta nos invitaban a levantar la moral proyectando -por altavoces- a la intendenta del Principado lindante quien anunciaba -entrecortada por  sollozos- que había 3 casos detectados del virus en sus dominios, a pesar del ayuno y del control sanitario, religioso y policial. 

«Menos más que no es alcaldesa de Bérgamo o de alguna ciudad del norte de Italia» pensé entre mí. 

Saludé a los presentes. Solicité permiso para regresar. Cuando me lo concedieron, crucé la calle, salté la zanja, abrí el portón. 

El reloj del celular marcaba  las 20.55 hs. Respiré aliviado. 

-¿Que hacés con ese barbijo celeste y una estampita arriba de la nariz? Me preguntó la fémina mayor ni bien me vio entrar. 

Intenté explicarle lo del tapabocas y el resto. Pero no pude. El alcohol en gel con el que había untado generosamente la tela del cubrejeta lanzaba sus vapores hacia adentro de mis fosales nasales. Y un leve malestar me invadió. Las piernas me temblaron, un sudor frío me corrió por la espalda  cuando escuché.

-Un vaso nomás de Coca Cola Zero, en la cena. Un vaso. Dos a lo sumo. No te vayas a bajar toda la botella como la otra vez. 

Dejé las papas. Me senté. Sin sacarme el protector facial, repasé rápidamente las controversias sobre el barbijo, las inhalaciones de alcohol en gel. La presencia pastoral y policial en las periferias  El toque de queda. La aparotosidad inútil de controles mal distribuidos en tiempo y espacio. Las sirenas amedrentadoras. De repente sentí que el mundo se encogía. Y pensé en cuánta razón tenían los reformistas del 18:   porque -ciertamente- los dolores que nos quedan son las libertades que nos faltan y las gaseosas light que nos mezquinan. 

Foto del diario Los Andes.com

La cuarentena y las moscas

En esta cuarentena que mantiene alejados a familiares de sus afectos, a futbolistas de las canchas, a bebedores de los bares y a docentes del cobro del incentivo, hay que cuidarse. Cuidarse de todo lo que pueda entrar por boca, nariz y ojos. Yo en casa, no solo me cuido -y cuido a los demás- del famoso virus ese, sino -también- del insecticida. Porque, parece -vaya a saber por qué-  que hay invasión de moscas. La disyuntiva, por estos lares es: moscas vs flit; similar a la de rateros vs itakazos. Yo he llegado a conclusión, mal que le pese a derechas y socialdemócratas (que también son autoritarios pero con discurso elaborado) que hay que cuidarse de ambos. O de todos. Por eso huyo o me escondo. O intento hacerlo. Huyo y me escondo de la mosca, de la peste y los pesticidas;   de los rateros y de los itakazos. La huída no es siempre facil: el espacio -cuarentena adentro- es corto, el tiempo: largo. 

Esquivando chorros de fuyí, selton,  raid y otras marcas lanzados a los ojos – con precisión de carabinero chileno- paso gambeteando insectos y  ollas de la cocina y enfilo hacia un pasillo trasero enrejado. Porque el mundo es un lugar hostil del cual las rejas nos dan la ilusión de  protección en las periferias. Allí tropiezo con elementos viejos: pequeños muebles desvencijados convertidos en depósitos, latas de pinturas, borderadora de pasto, cestos de cosas inclasificables. En ese brevísimo sprin reboto contra el portoncito -de salida al patio- armado de fierros reciclados. Está llaveado y con candado. Retrocedo, apenitas  y me enriedo en bolsas de supermercados. Amago a caer, pero no hay espacio suficiente. Miro esas bolsas semi recostado de espalda a la salida. La tela reciclable -y sobre todo lo que resguarda- me recuerda a una esquirla de la biblioteca de Babel que pegeñara Borges. Más bien una partícula desechada, una viruta infinitesimal caída del paraiso de un  bibliófilo. En esas bolsas se encuentran los libros que cierto minimalismo de la japonesa Marie Kondo mandó quitar de la casa. Con el cogote torcido, el cuerpo indeciso entre el desparramo sobre el contrapiso desparejo o la posición vertical. Con un prolongador de la cortadora de ceñido accidentalmente en bandolera, pienso en el crimen. Pero ¿en cuál crimen? ¿El de talar árboles para hacer papel impreso? ¿El de desechar esos  libros? ¿Cúal crimen? ¿El de las moscas o el del insecticida a diestra y siniestra? ¿El crimen de los rateros o el de las itakas? Trato de descifrar esos enigmas con la misma dedicación con la que busco apartar la pata del adaptar del cable que me oprime la carótida derecha. Estoy en esa faena cuando escucho una voz fantasmal. De esas que solo aparecen en los culebrones y en las ficciones escritas. Que, en muchos casos, se parecen bastante.  La voz me acusa sin preámbulos ni vueltas de limpiar la parrilla, antes de tirar la carne, con las hojas de esos libros descartados , cual émulo pobretón de Pepe Carvalho, el detective inventado por Vazquez Montalbán, que tenía la costumbre de quemar ejemplares de textos famosos. Yo semi erguido, semi acogotado respondo (o simulo responder) «Esa acusación es inverosímil -y señalo ceremoniosamente una araña somnolienta que camina sobre su tela- Nadie va a creer que yo, que soy de Letras, amante de la lectura y profesor de secundaria de Lengua y Literatura va a tener -a estas alturas- algo para asar en la parrilla». Con cierta mezcla de vergüenza y dignidad, me cercioro de que nadie se haya percado del incidente. Acto seguido, ya caído de nalgas al suelo pero liberado de la amenaza del alargador, saco el celular y gugleo con disimulo la siguente frase » a cúanto se vende el papel usado en las chacaritas». Es que un amigo tiene papel viejo en un depósito tipo pasillo y los quiere vender. No yo. Él quiere vender. Dice que no sabe qué se le hace más largo: si el encierro o llegar a fin de mes. 

caricatura de una mosca bajada de internet. Créditos a quién corresponda.
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